La literatura panameña
La literatura panameña, como ocurre también con la de los otros países, está formada por el conjunto de obras publicadas a lo largo de la historia nacional. En estricto sentido, y apegándonos a criterios de idiosincrasia, identidad cultural y geografía, nuestra literatura se inicia durante la época de la colonia (1502 - 1821), como es el caso de todas las naciones latinoamericanas.
En lo que se refiere a Panamá, el Prof. Ismael García S, en su libro Historia de la literatura panameña (1964), comenta: "Tres grandes etapas se suceden en la historia del Istmo de Panamá. La primera corresponde a la dominación española, desde la llegada de Rodrigo Galván de Bastidas en 1501, hasta la proclamación de nuestra independencia en 1821. En este largo período, el cultivo de los quehaceres espirituales es casi nulo y los frutos literarios no pasan de intentos desafortunados de quienes sienten el ímpetu irrefrenable que los empuja a la creación literaria. El segundo período corresponde al de nuestra anexión a Colombia, que abarca de 1821 a 1903.
Antecedentes
La literatura de Panamá comprende el conjunto de obras literarias producidas en Panamá. Rodrigo Miró (1912-1996), historiador y ensayista panameño, cita a Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés como el autor del primer cuento escrito en Panamá; la historia de un personaje conocido como Andrea de la Roca, publicado como parte de la "Historia General y Natural de Las Indias" (1535). Sin embargo, las primeras manifestaciones literarias panameñas, propiamente dichas, de las que se tiene constancia, se dan en la primera mitad del siglo XVII con la aparición de la antología titulada "Llanto de Panamá a la muerte de Enrique Enríquez". Aunque esta obra fue compuesta durante la época de la Colonia, la mayoría de los poemas agrupados en ella fueron escritos por autores nacidos en Panamá.
A pesar de esto, no fue sino hasta la mitad del siglo XIX cuando hubo una mayor participación de autores panameños, y se sentaron las bases de la producción literaria hasta la actualidad.
Importancia de su estudio
Conocer la literatura de un país siempre va a ser importante, toda vez que esta será portadora indirecta de su historia, costumbres, tradiciones y fuente de mucha información importante relativa a diversos aspectos de la vida cotidiana.
La literatura panameña, como ocurre también con la de los otros países, está formada por el conjunto de obras publicadas a lo largo de la historia nacional. En estricto sentido, y apegándonos a criterios de idiosincrasia, identidad cultural y geografía, nuestra literatura se inicia durante la época de la colonia (1502 - 1821), como es el caso de todas las naciones latinoamericanas.
En lo que se refiere a Panamá, el Prof. Ismael García S, en su libro Historia de la literatura panameña (1964), comenta: "Tres grandes etapas se suceden en la historia del Istmo de Panamá. La primera corresponde a la dominación española, desde la llegada de Rodrigo Galván de Bastidas en 1501, hasta la proclamación de nuestra independencia en 1821. En este largo período, el cultivo de los quehaceres espirituales es casi nulo y los frutos literarios no pasan de intentos desafortunados de quienes sienten el ímpetu irrefrenable que los empuja a la creación literaria. El segundo período corresponde al de nuestra anexión a Colombia, que abarca de 1821 a 1903.
Antecedentes
La literatura de Panamá comprende el conjunto de obras literarias producidas en Panamá. Rodrigo Miró (1912-1996), historiador y ensayista panameño, cita a Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés como el autor del primer cuento escrito en Panamá; la historia de un personaje conocido como Andrea de la Roca, publicado como parte de la "Historia General y Natural de Las Indias" (1535). Sin embargo, las primeras manifestaciones literarias panameñas, propiamente dichas, de las que se tiene constancia, se dan en la primera mitad del siglo XVII con la aparición de la antología titulada "Llanto de Panamá a la muerte de Enrique Enríquez". Aunque esta obra fue compuesta durante la época de la Colonia, la mayoría de los poemas agrupados en ella fueron escritos por autores nacidos en Panamá.
A pesar de esto, no fue sino hasta la mitad del siglo XIX cuando hubo una mayor participación de autores panameños, y se sentaron las bases de la producción literaria hasta la actualidad.
Importancia de su estudio
Conocer la literatura de un país siempre va a ser importante, toda vez que esta será portadora indirecta de su historia, costumbres, tradiciones y fuente de mucha información importante relativa a diversos aspectos de la vida cotidiana.
Mitos: es un relato que refiere a acontecimientos prodigiosos, protagonizados por seres sobrenaturales o extraordinarios, tales como dioses, semidioses, héroes o monstruos. Mitos panameños son: La Tepesa, La Pavita de Tierra, El Chivato, la Silampa, etc.
El chivato
El Chivato es el mismo demonio, es un ser que tiene cuerpo de hombre pero tiene patas de chivo, en su cabeza unos enormes cuernos de chivo macho, quizás de ahí su nombre. También dicen que se aparece como quiere en cualquier camino, como cualquier animal o persona, despide un fuerte olor a azufre, por donde camina no vuelve a crecer planta alguna y el sonido de sus patas al caminar es como de fuerte golpes contra la tierra. Nunca ataca al hombre de frente, cuando lo ataca lo muerde por la nuca y lo llena de una especie de baba. Se dice que el que va por el campo y escucha el bramar del Chivato, solo un milagro puede salvar su vida.... (Muchas veses se aparece en forma de perro negro en cualquier parte del mundo porque es el demonio)
Cuentos: El cuento es una narración breve de carácter ficcional protagonizada por un grupo reducido de personajes y con un argumento sencillo. Cuentos panameños son: La boina roja (Rogelio Sinán), Los alacranes (Manuel Ferrer Valdés), El Cerquero (César A. Candanedo), Herenia la lejana (Ramón H. Jurado), entre otros.
LA TULIVIEJA
Por: Antonio Tejera M.
En estos tiempos de la era espacial, de la computación y del desarrollo tecnológico, hablar de la Tulivieja resulta risible, contraproducente, fuera de lugar, del tiempo y del espacio.
Los Fantasmas y las visiones como el Chivato, Caballo enfrenado, los duendes, la silampa han tenido que remontarse monte adentro, más hacía el campo, huyendo de la luz y buscando la oscuridad que son el escenario de sus apariciones.
Los razonamientos expuestos, como preámbulo, que nos permitirá atrevernos a relatarlas bajo el título de la Tulivieja, el incidente que se protagoniza en 1930 en san Francisco de Veraguas cuando una compañía inglesa explotaba la mina del Remanse.
Me contaba mi abuelo remigio, que todos los días salía a las 4 de la madrugada, a pie, alumbrándose con una linterna, de de San Francisco hacia la mina de Remanse donde trabaja. En una ocasión seguía el recorrido acostumbrado, cuando comenzó a descender una loma que llegaba a la quebrada por donde él tenía que pasar y a medida que avanzaba sentía como un gemido, como un quejido que se hacía más sonoro a medida que se acercaba y que le parecía que decía voy....voy.....voy. Como es natural sintió desconfianza y porque no decirlo, cierto temor. Sin embargo, continuó y al llegar a la orilla de la quebrada levantó la linterna y sobre una laja había una visión fantasmal espelúznate que infundía temor, espanto, respeto, estupor. Cuando la observaba perplejo y confuso, volvió a gemir, era un ronquido gutural.
Sobre la laja, como un pedestal, la aparición, inmóvil como una estatua; en medio del agua. Iluminada tenuemente por la pálida luz de la linterna, semejaba la imagen fantasmagórica de una escena dantesca. Su figura de apariencia humana femenina, era horriblemente fea. Los pies sucios, llenos de loso tenían los dedos separados y las uñas largas y negras de tierra, vestía un traje descolorido y roto de tal manera que le colgaban flecos que casi le llegaban a los tobillos. Los brazos y manos parecían normales, pero daban una impresión repugnante con sus uñas largas y negras como las de una Arpía. El rostro alargado y pálido era impresionante; de la mandíbula superior salía un colmillo largo y único que sobrepasaba el labio inferior por fuera. La nariz la tenía aguda y encorvada como el pico de un águila. Los ojos extraviados, un poco fuera de las órbitas y uno más bajo que el otro desfiguraban su rostro imprimiendo una fealdad exagerada y como complemento sobre la cabeza una cabellera larga y despeinada, su imagen, era la representación de la locura.
El impacto de la conmoción que produjo en mi ánimo esa primera impresión, fue violento-me decía mi abuelo-creía soñar, se sentía como si estuviera flotando en el aire, absorto, estático, perplejo. Ante la pasividad de la figura que permanecía indefensa, inofensiva e ingenua, fui recobrando la serenidad y la conciencia; moví los y las piernas que sentía tensas, rígidos los músculos y articulaciones y con dificultad comencé a moverme y a describir un semicírculo, con pasos lentos y caminar torpe sobrepasé la figura y cuando ya de espalda iba a perseguir el camino, volví la mirada hacia la laja en donde estaba la aparición, y aún permanecía allí, inmóvil y observándome.
Me contaba mi abuelo que cuando llegó al Remanse, se dirigió como de costumbre a la fonda para desayunar y se sentó pensativo y malhumorado con la cabeza apoyada entre las manos. La señora que trabaja en el establecimiento le preguntó: ¿Qué le pasa Sr Remigio? Entonces él, le refirió lo que acababa de sucederle. Fue entonces cuando la señora le dijo: No, esa no es una visión ese no es un fantasma, esa no es la Tulivieja, esa es una hija anormal de Coma Nazario y Panco Boniche. Esa es Carmen Boniche, que seguro se le escapó a mis compadres.
FIN
Leyendas: Una leyenda es una narración tradicional que incluye elementos ficticios, a menudo sobrenaturales, y se transmite de generación en generación. Se ubica en un tiempo y lugar que resultan familiares a los miembros de una comunidad, lo que aporta al relato cierta verosimilitud. Leyendas panameñas son: La leyenda de la Niña encantada del Salto Pilón, Las Comadres, Setetule, etc.
La niña encantada del Salto del Pilón. – Leyenda Panameña -SERGIO GONZÁLEZ RUIZ
El Río Perales nace como un humilde arroyuelo en las faldas del Canajagua y baja en dirección Noreste por entre peñascales, como cantarina fuente primero, hasta encontrar un pequeño valle, el que sigue, ya convertido en río por la afluencia de diversas quebradas y ríos menores, que se le van sumando en el trayecto. Después penetra entre cerros de mediana altura que forman una doble cadena en dirección norte y noreste y que en la parte más baja reciben el nombre genérico de Cerros del Castillo. En la parte media de ese estrecho valle recibe las aguas del Río Hondo que baja también del Canajagua y un poco más abajo las del Río Pedregoso (famoso por formar las más altas cataratas de la provincia de Los Santos), y que ya en este sitio es conocido con el nombre de Río Laja por correr por un lecho de piedra viva. Así aumentado su caudal, el Río Perales, a trechos corre en forma sosegada y tranquila, a trechos en forma rauda y torrentosa, según el declive y la configuración del terreno y en su descenso forma a veces rápidos y saltos, de los cuales el más famoso es el Salto del Pilón, ya entre las últimas estribaciones de los Cerros del Castillo, antes de llegar a las tierras bajas de Perales.
Ya sea por lo impresionante del paraje, ya por el estruendo que hacen las aguas al estrellarse contra la roca viva, ya sea porque algo extraordinario pasara allí en tiempos remotos, la leyenda existe, desde época indefinida, de que hay allí “un encanto” y aún hoy, cuando uno pasa cerca de ese sitio un hálito de misterio y de recelo parece envolverlo a uno y pocas son las personas que se atreven a bañarse en el charco, profundo y redondo como un pilón, que la fuerza de las aguas ha cavado en la laja viva a través de los siglos.
Los indios de la costa habían sido sometidos o se habían refugiado en las montañas para desde allí, en unión de otras tribus, seguir resistiendo al invasor español. Hacía ya tiempo que había muerto Atatara, señor de París; y sus aliados, o habían muerto o habían sido vencidos. En los llanos de Las Tablas existía ya una pequeña colonia española y una ermita, a la orilla de un arroyuelo cuyo nombre primitivo se perdió en el silencio de los tiempos y que vino a conocerse después con el nombre de Quebrada de la Ermita. De allí salían algunas expediciones de españoles y de indios vasallos a explorar las comarcas hacia el sur y el oeste, hacia las regiones montañosas, siempre en la esperanza de encontrar oro. No hubo quebrada o río que no exploraran.
Un día iba Don Julián del Río con un grupo de indios, explorando el Río Perales. Iban río arriba y no habían tenido ningún tropiezo hasta cuando llegaron a un sitio en donde podía oírse ya claramente el ruido de un salto; aquí los indios se detuvieron y le informaron a su amo que de allí no seguirían más adelante; que ahí cerca había un salto y que era peligroso llegarse hasta él porque era un lugar encantado en el cual salía un espíritu en la forma de una mujer muy bella, peinándose con un peine de oro, para atraer a los hombres y que más de un español que se había aventurado a llegar hasta allí, había desaparecido misteriosamente.
Don Julián pensó que aquel cuento eran patrañas de los indios y les increpó, los insultó, pero en vano. No logró que siguieran adelante. “Son patrañas”, pensaba Don Julián. “Quién sabe qué rica tumba de indios habrá en estos alrededores y ellos no quieren que sea profanada. ¿Y el cuento del peine de oro? ¿Peine de oro han dicho? De seguro que habrá eso y quién sabe que otros objetos más de oro”. Dejó atrás, pues, a la asustada gente y siguió adelante sin hacer caso de las admoniciones que le hacían.
Cuando llegó al sitio en donde estaba el salto fue sobrecogido por un extraño sentimiento, mezcla de temor supersticioso y de admiración pura y simple. Subió por la orilla izquierda del río hasta llegar a lo más alto de una inmensa barrera de piedra que se levanta transversalmente y cierra el paso al curso natural de la corriente. Contempló el río que se deslizaba por su lecho, casi sin declive, mansamente, hasta encontrar la barrera de piedras inmensas en donde estaba parado. Era evidente que en la estación lluviosa, en las formidables crecidas del río, toda esa
Muralla era sobrepasada por las turbulentas aguas; y ahí, a sus pies, veíanse, aquí y allá, grietas profundas abiertas en la roca y perforaciones hondas, cilíndricas, hechas en las lajas por las aguas en el curso de siglos o milenios. Mas como era ya fines de diciembre y comienzos de la estación seca, las aguas claras, transparentes como un cristal, al encontrar la barra alta, transversal y maciza de piedras, se desviaban a la derecha para precipitarse, por una amplia brecha, (mayor y más baja que todas las demás) socavada en la parte más vulnerable de la roca, con un gran estruendo, en un chorro ancho, abundante, raudo y poderoso que cae a uno como canal profundo, abierto y cavado también en la roca, en donde las aguas forman un hervidero blanco de espumas y agitadas olas y remolinos vertiginosos; para deslizarse al fin, más adelante, con increíble rapidez, sobre el lomo liso de la laja viva y caer más abajo aún en un amplio pozo, redondo y profundo, con paredes cortadas a pico y lisas como las de un brocal. Aquí notaba que las aguas se dividían en dos corrientes, una menor que gira alrededor del pozo, silencioso, de aspecto misterioso, superficie relativamente tranquila y color casi negro; y otra rápida, murmurante y espumosa que se va gritando o gimiendo hacia una como laguna espaciosa, en donde se remansan las aguas antes de precipitarse de nuevo en un rápido que queda más abajo y en el cual un ruido de aguas espumosas y agitadas, al romperse contra las piedras que se les oponen, rivaliza con el ensordecedor estruendo, incesante y eterno, del salto. Allí abajo, bien lejos, se adivinaba el remanso tranquilo, el curso lento y silencioso del río. A los lados, las laderas de la montaña y un follaje sombrío de algarrobos, guayabos de montaña, harinos, caracuchos y madroños de la tierra, que en esta época aparecían blancos como trajes de novia, cubiertos totalmente de florecillas blancas como los azahares. Don Julián, que estaba embebido en la contemplación, deleitosa y solemne a un tiempo mismo, de este paraje bello y salvaje, se había olvidado de la superstición de los indios; pero los madroños, “blancos como traje de novia”, le hicieron recordarla.
Y un instante después, atónito, mudo de asombro, contempló la más bella y extraordinaria visión del mundo. Sobre el hervidero de las aguas, en la neblina sutil que se levantaba de ellas, enfrente del chorro, se dibujaban los colores del iris. De pronto, vio surgir una figura esbelta y blanca de mujer. Luego la vio que alzó las trenzas de oro con una mano fina y blanca donde brillaban al sol, como diamantes, las gotas de agua; y que con la otra mano empezó a peinarlas con un peine amarillo y reluciente como el oro.
Estaba desnuda y sus senos y su talle y su cintura, sus muslos y sus piernas, todo era perfecto. Don Julián temblaba de emoción y de espanto; pero ella lo miró con sus ojos azules, de un azul profundo, y le sonrió con tal dulzura que en un instante se sintió sin miedo alguno y más bien dispuesto a seguir tras esa hermosa aparición, atraído como se sentía por su divina belleza.
— ¿A quién quieres más? —Le dijo al fin la niña encantada o encantadora—, ¿a mí o al peine de oro?
Por un instante Don Julián permaneció mudo, presa del asombro y del recelo. Luego, habló casi sin saber lo que decía, para contestar a la pregunta:
—A ti, oh divina criatura; a ti, mujer o demonio, lo que seas; a ti hermosa mujer cuya belleza sin igual me ha hecho sentir una pasión sublime
—dijo Don Juan con notable vehemencia.
Sonrió la hermosa entonces y díjole:
—Te has salvado, Julián del Río, porque te has olvidado del oro envilecedor. Si hubieras mencionado siquiera la palabra oro, habrías rodado a ese abismo que se abre a mis pies. Yo cuido los tesoros de estas montañas y a los que han llegado hasta aquí
Con sed de oro les he dado su castigo. Pero tú, que prefieres la belleza al oro, te has salvado. Puedes irte, enhorabuena.
Don Julián la miraba extasiado, absorto, en silencio. Sintió un ansia infinita de besar esos labios, de acariciar ese cuerpo virginal, blanco, sonrosado y tierno; y sentía que una voluptuosidad nueva, distinta, desconocida, lo envolvía como en sutiles redes.
Se olvidó de que ésa no era una mujer real sino “un encanto”, se olvidó de todo y al fin le dijo con voz enronquecida por la emoción de amor:
—Te adoro, mi princesa; no me pidas que te deje.
Y como la niña encantada comenzara a hundirse suavemente entre las espumas de las aguas turbulentas, Don Julián, que estaba al borde de la roca cortada a pico, sobre el precipicio, se lanzó tras ella y, enlazado a su angelical figura, se fue hasta el fondo de las aguas agitadas; y de allí en los delicados brazos de su amada, como en un sueño, sintió que se deslizaba dulcemente sobre el lomo liso de la laja, hasta el remanso misterioso, frío y profundo del charco del Pilón.
Hasta las hadas tienen sus amores. Desde aquel día la niña encantada del Salto del Pilón no ha vuelto a salirle a nadie más.
El chivato
El Chivato es el mismo demonio, es un ser que tiene cuerpo de hombre pero tiene patas de chivo, en su cabeza unos enormes cuernos de chivo macho, quizás de ahí su nombre. También dicen que se aparece como quiere en cualquier camino, como cualquier animal o persona, despide un fuerte olor a azufre, por donde camina no vuelve a crecer planta alguna y el sonido de sus patas al caminar es como de fuerte golpes contra la tierra. Nunca ataca al hombre de frente, cuando lo ataca lo muerde por la nuca y lo llena de una especie de baba. Se dice que el que va por el campo y escucha el bramar del Chivato, solo un milagro puede salvar su vida.... (Muchas veses se aparece en forma de perro negro en cualquier parte del mundo porque es el demonio)
Cuentos: El cuento es una narración breve de carácter ficcional protagonizada por un grupo reducido de personajes y con un argumento sencillo. Cuentos panameños son: La boina roja (Rogelio Sinán), Los alacranes (Manuel Ferrer Valdés), El Cerquero (César A. Candanedo), Herenia la lejana (Ramón H. Jurado), entre otros.
LA TULIVIEJA
Por: Antonio Tejera M.
En estos tiempos de la era espacial, de la computación y del desarrollo tecnológico, hablar de la Tulivieja resulta risible, contraproducente, fuera de lugar, del tiempo y del espacio.
Los Fantasmas y las visiones como el Chivato, Caballo enfrenado, los duendes, la silampa han tenido que remontarse monte adentro, más hacía el campo, huyendo de la luz y buscando la oscuridad que son el escenario de sus apariciones.
Los razonamientos expuestos, como preámbulo, que nos permitirá atrevernos a relatarlas bajo el título de la Tulivieja, el incidente que se protagoniza en 1930 en san Francisco de Veraguas cuando una compañía inglesa explotaba la mina del Remanse.
Me contaba mi abuelo remigio, que todos los días salía a las 4 de la madrugada, a pie, alumbrándose con una linterna, de de San Francisco hacia la mina de Remanse donde trabaja. En una ocasión seguía el recorrido acostumbrado, cuando comenzó a descender una loma que llegaba a la quebrada por donde él tenía que pasar y a medida que avanzaba sentía como un gemido, como un quejido que se hacía más sonoro a medida que se acercaba y que le parecía que decía voy....voy.....voy. Como es natural sintió desconfianza y porque no decirlo, cierto temor. Sin embargo, continuó y al llegar a la orilla de la quebrada levantó la linterna y sobre una laja había una visión fantasmal espelúznate que infundía temor, espanto, respeto, estupor. Cuando la observaba perplejo y confuso, volvió a gemir, era un ronquido gutural.
Sobre la laja, como un pedestal, la aparición, inmóvil como una estatua; en medio del agua. Iluminada tenuemente por la pálida luz de la linterna, semejaba la imagen fantasmagórica de una escena dantesca. Su figura de apariencia humana femenina, era horriblemente fea. Los pies sucios, llenos de loso tenían los dedos separados y las uñas largas y negras de tierra, vestía un traje descolorido y roto de tal manera que le colgaban flecos que casi le llegaban a los tobillos. Los brazos y manos parecían normales, pero daban una impresión repugnante con sus uñas largas y negras como las de una Arpía. El rostro alargado y pálido era impresionante; de la mandíbula superior salía un colmillo largo y único que sobrepasaba el labio inferior por fuera. La nariz la tenía aguda y encorvada como el pico de un águila. Los ojos extraviados, un poco fuera de las órbitas y uno más bajo que el otro desfiguraban su rostro imprimiendo una fealdad exagerada y como complemento sobre la cabeza una cabellera larga y despeinada, su imagen, era la representación de la locura.
El impacto de la conmoción que produjo en mi ánimo esa primera impresión, fue violento-me decía mi abuelo-creía soñar, se sentía como si estuviera flotando en el aire, absorto, estático, perplejo. Ante la pasividad de la figura que permanecía indefensa, inofensiva e ingenua, fui recobrando la serenidad y la conciencia; moví los y las piernas que sentía tensas, rígidos los músculos y articulaciones y con dificultad comencé a moverme y a describir un semicírculo, con pasos lentos y caminar torpe sobrepasé la figura y cuando ya de espalda iba a perseguir el camino, volví la mirada hacia la laja en donde estaba la aparición, y aún permanecía allí, inmóvil y observándome.
Me contaba mi abuelo que cuando llegó al Remanse, se dirigió como de costumbre a la fonda para desayunar y se sentó pensativo y malhumorado con la cabeza apoyada entre las manos. La señora que trabaja en el establecimiento le preguntó: ¿Qué le pasa Sr Remigio? Entonces él, le refirió lo que acababa de sucederle. Fue entonces cuando la señora le dijo: No, esa no es una visión ese no es un fantasma, esa no es la Tulivieja, esa es una hija anormal de Coma Nazario y Panco Boniche. Esa es Carmen Boniche, que seguro se le escapó a mis compadres.
FIN
Leyendas: Una leyenda es una narración tradicional que incluye elementos ficticios, a menudo sobrenaturales, y se transmite de generación en generación. Se ubica en un tiempo y lugar que resultan familiares a los miembros de una comunidad, lo que aporta al relato cierta verosimilitud. Leyendas panameñas son: La leyenda de la Niña encantada del Salto Pilón, Las Comadres, Setetule, etc.
La niña encantada del Salto del Pilón. – Leyenda Panameña -SERGIO GONZÁLEZ RUIZ
El Río Perales nace como un humilde arroyuelo en las faldas del Canajagua y baja en dirección Noreste por entre peñascales, como cantarina fuente primero, hasta encontrar un pequeño valle, el que sigue, ya convertido en río por la afluencia de diversas quebradas y ríos menores, que se le van sumando en el trayecto. Después penetra entre cerros de mediana altura que forman una doble cadena en dirección norte y noreste y que en la parte más baja reciben el nombre genérico de Cerros del Castillo. En la parte media de ese estrecho valle recibe las aguas del Río Hondo que baja también del Canajagua y un poco más abajo las del Río Pedregoso (famoso por formar las más altas cataratas de la provincia de Los Santos), y que ya en este sitio es conocido con el nombre de Río Laja por correr por un lecho de piedra viva. Así aumentado su caudal, el Río Perales, a trechos corre en forma sosegada y tranquila, a trechos en forma rauda y torrentosa, según el declive y la configuración del terreno y en su descenso forma a veces rápidos y saltos, de los cuales el más famoso es el Salto del Pilón, ya entre las últimas estribaciones de los Cerros del Castillo, antes de llegar a las tierras bajas de Perales.
Ya sea por lo impresionante del paraje, ya por el estruendo que hacen las aguas al estrellarse contra la roca viva, ya sea porque algo extraordinario pasara allí en tiempos remotos, la leyenda existe, desde época indefinida, de que hay allí “un encanto” y aún hoy, cuando uno pasa cerca de ese sitio un hálito de misterio y de recelo parece envolverlo a uno y pocas son las personas que se atreven a bañarse en el charco, profundo y redondo como un pilón, que la fuerza de las aguas ha cavado en la laja viva a través de los siglos.
Los indios de la costa habían sido sometidos o se habían refugiado en las montañas para desde allí, en unión de otras tribus, seguir resistiendo al invasor español. Hacía ya tiempo que había muerto Atatara, señor de París; y sus aliados, o habían muerto o habían sido vencidos. En los llanos de Las Tablas existía ya una pequeña colonia española y una ermita, a la orilla de un arroyuelo cuyo nombre primitivo se perdió en el silencio de los tiempos y que vino a conocerse después con el nombre de Quebrada de la Ermita. De allí salían algunas expediciones de españoles y de indios vasallos a explorar las comarcas hacia el sur y el oeste, hacia las regiones montañosas, siempre en la esperanza de encontrar oro. No hubo quebrada o río que no exploraran.
Un día iba Don Julián del Río con un grupo de indios, explorando el Río Perales. Iban río arriba y no habían tenido ningún tropiezo hasta cuando llegaron a un sitio en donde podía oírse ya claramente el ruido de un salto; aquí los indios se detuvieron y le informaron a su amo que de allí no seguirían más adelante; que ahí cerca había un salto y que era peligroso llegarse hasta él porque era un lugar encantado en el cual salía un espíritu en la forma de una mujer muy bella, peinándose con un peine de oro, para atraer a los hombres y que más de un español que se había aventurado a llegar hasta allí, había desaparecido misteriosamente.
Don Julián pensó que aquel cuento eran patrañas de los indios y les increpó, los insultó, pero en vano. No logró que siguieran adelante. “Son patrañas”, pensaba Don Julián. “Quién sabe qué rica tumba de indios habrá en estos alrededores y ellos no quieren que sea profanada. ¿Y el cuento del peine de oro? ¿Peine de oro han dicho? De seguro que habrá eso y quién sabe que otros objetos más de oro”. Dejó atrás, pues, a la asustada gente y siguió adelante sin hacer caso de las admoniciones que le hacían.
Cuando llegó al sitio en donde estaba el salto fue sobrecogido por un extraño sentimiento, mezcla de temor supersticioso y de admiración pura y simple. Subió por la orilla izquierda del río hasta llegar a lo más alto de una inmensa barrera de piedra que se levanta transversalmente y cierra el paso al curso natural de la corriente. Contempló el río que se deslizaba por su lecho, casi sin declive, mansamente, hasta encontrar la barrera de piedras inmensas en donde estaba parado. Era evidente que en la estación lluviosa, en las formidables crecidas del río, toda esa
Muralla era sobrepasada por las turbulentas aguas; y ahí, a sus pies, veíanse, aquí y allá, grietas profundas abiertas en la roca y perforaciones hondas, cilíndricas, hechas en las lajas por las aguas en el curso de siglos o milenios. Mas como era ya fines de diciembre y comienzos de la estación seca, las aguas claras, transparentes como un cristal, al encontrar la barra alta, transversal y maciza de piedras, se desviaban a la derecha para precipitarse, por una amplia brecha, (mayor y más baja que todas las demás) socavada en la parte más vulnerable de la roca, con un gran estruendo, en un chorro ancho, abundante, raudo y poderoso que cae a uno como canal profundo, abierto y cavado también en la roca, en donde las aguas forman un hervidero blanco de espumas y agitadas olas y remolinos vertiginosos; para deslizarse al fin, más adelante, con increíble rapidez, sobre el lomo liso de la laja viva y caer más abajo aún en un amplio pozo, redondo y profundo, con paredes cortadas a pico y lisas como las de un brocal. Aquí notaba que las aguas se dividían en dos corrientes, una menor que gira alrededor del pozo, silencioso, de aspecto misterioso, superficie relativamente tranquila y color casi negro; y otra rápida, murmurante y espumosa que se va gritando o gimiendo hacia una como laguna espaciosa, en donde se remansan las aguas antes de precipitarse de nuevo en un rápido que queda más abajo y en el cual un ruido de aguas espumosas y agitadas, al romperse contra las piedras que se les oponen, rivaliza con el ensordecedor estruendo, incesante y eterno, del salto. Allí abajo, bien lejos, se adivinaba el remanso tranquilo, el curso lento y silencioso del río. A los lados, las laderas de la montaña y un follaje sombrío de algarrobos, guayabos de montaña, harinos, caracuchos y madroños de la tierra, que en esta época aparecían blancos como trajes de novia, cubiertos totalmente de florecillas blancas como los azahares. Don Julián, que estaba embebido en la contemplación, deleitosa y solemne a un tiempo mismo, de este paraje bello y salvaje, se había olvidado de la superstición de los indios; pero los madroños, “blancos como traje de novia”, le hicieron recordarla.
Y un instante después, atónito, mudo de asombro, contempló la más bella y extraordinaria visión del mundo. Sobre el hervidero de las aguas, en la neblina sutil que se levantaba de ellas, enfrente del chorro, se dibujaban los colores del iris. De pronto, vio surgir una figura esbelta y blanca de mujer. Luego la vio que alzó las trenzas de oro con una mano fina y blanca donde brillaban al sol, como diamantes, las gotas de agua; y que con la otra mano empezó a peinarlas con un peine amarillo y reluciente como el oro.
Estaba desnuda y sus senos y su talle y su cintura, sus muslos y sus piernas, todo era perfecto. Don Julián temblaba de emoción y de espanto; pero ella lo miró con sus ojos azules, de un azul profundo, y le sonrió con tal dulzura que en un instante se sintió sin miedo alguno y más bien dispuesto a seguir tras esa hermosa aparición, atraído como se sentía por su divina belleza.
— ¿A quién quieres más? —Le dijo al fin la niña encantada o encantadora—, ¿a mí o al peine de oro?
Por un instante Don Julián permaneció mudo, presa del asombro y del recelo. Luego, habló casi sin saber lo que decía, para contestar a la pregunta:
—A ti, oh divina criatura; a ti, mujer o demonio, lo que seas; a ti hermosa mujer cuya belleza sin igual me ha hecho sentir una pasión sublime
—dijo Don Juan con notable vehemencia.
Sonrió la hermosa entonces y díjole:
—Te has salvado, Julián del Río, porque te has olvidado del oro envilecedor. Si hubieras mencionado siquiera la palabra oro, habrías rodado a ese abismo que se abre a mis pies. Yo cuido los tesoros de estas montañas y a los que han llegado hasta aquí
Con sed de oro les he dado su castigo. Pero tú, que prefieres la belleza al oro, te has salvado. Puedes irte, enhorabuena.
Don Julián la miraba extasiado, absorto, en silencio. Sintió un ansia infinita de besar esos labios, de acariciar ese cuerpo virginal, blanco, sonrosado y tierno; y sentía que una voluptuosidad nueva, distinta, desconocida, lo envolvía como en sutiles redes.
Se olvidó de que ésa no era una mujer real sino “un encanto”, se olvidó de todo y al fin le dijo con voz enronquecida por la emoción de amor:
—Te adoro, mi princesa; no me pidas que te deje.
Y como la niña encantada comenzara a hundirse suavemente entre las espumas de las aguas turbulentas, Don Julián, que estaba al borde de la roca cortada a pico, sobre el precipicio, se lanzó tras ella y, enlazado a su angelical figura, se fue hasta el fondo de las aguas agitadas; y de allí en los delicados brazos de su amada, como en un sueño, sintió que se deslizaba dulcemente sobre el lomo liso de la laja, hasta el remanso misterioso, frío y profundo del charco del Pilón.
Hasta las hadas tienen sus amores. Desde aquel día la niña encantada del Salto del Pilón no ha vuelto a salirle a nadie más.